EL ODIOSO RACISMO DEL PODER BORBONICO

El odioso racismo del poder borbónico
por Lorenzo Peña


El Gobierno de Su Majestad está llevando a cabo una endemoniada campaña contra los inmigrantes, que vehicula un mensaje apenas velado: en una situación de crisis económica, éstos están de más en la población española y harían bien en largarse.

A los demás habitantes se les transmite la idea de que esa presencia inmigrante es perjudicial (al menos en las circunstancias actuales); se nos quiere hacer creer que una solución, al menos parcial, a nuestras dificultades sociales y económicas estaría en que se volvieran a su país quienes han venido a España (salvo --como lo deja claro el machacón y invasor anuncio-- quienes vienen de más al norte).

Agresivamente colocado para que uno se dé de bruces con él muchas veces cada día, el pasquín de marras exhibe el rostro de una mujer joven de tez clara (para que no se los acuse de racismo) pero de unas facciones discerniblemente no-europeas; el blanco del ataque lo constituyen, inconfundiblemente, los inmigrantes del sur.

Las palabras escritas en el cartel son del siguiente tenor: «Si estás pensando en regresar [en caracteres enormes] Plan de retorno voluntario [en letra mucho más pequeña]. Tú eliges tu futuro. Gobierno de España».

Será gobierno de España, pero no es gobierno para España. Un gobierno para España sería uno que colocara el interés nacional por encima de todo. Y el máximo interés de la nación española estriba en que nuestra Patria salga de su tremenda debilidad demográfica (lo cual es hoy perfectamente posible a pesar de la mayor aridez de nuestra tierras --que para algo ha tenido lugar la revolución tecnológica). La densidad de población de España es una de las más bajas de la Unión Europea; nuestra escasa población ha sido y sigue siendo utilizada por nuestros enemigos de siempre (Francia, Alemania, Inglaterra) para humillarnos y arrinconarnos, dejándonos con una menguada representación en las instituciones paneuropeas.

Eso explica la furia de los reaccionarios de París, Berlín y Londres cuando el gobierno del Lcdo. Rodríguez Zapatero, en su primera legislatura (ya sabemos que segundas partes nunca fueron buenas), regularizó, por varios procedimientos, a muchos cientos de miles de inmigrantes, bastantes de ellos provenientes de la España de ultramar (o sea, en realidad, personas que retornaban a la tierra de algunos de sus antepasados).

Y es que el incremento demográfico de España lo veían como una causa de reforzamiento de nuestra capacidad negociadora para defender --ante esas instituciones que siempre nos son tan hostiles-- nuestra agricultura, nuestra industria (lo poco que queda), nuestro comercio, nuestras inversiones. (Porque, evidentemente, lo que quieren los imperialistas septentrionales es --para favorecer sus intereses de penetración en los países del sur-- hacer concesiones a costa de sectores como nuestra agricultura mediterránea; tener más diputados en Estrasburgo es una instrumento decisivo para protegernos de tales acometidas.)

Que la población de España quede diezmada y que se pierda el impulso recuperador que se había iniciado gracias a nuestra hospitalidad es, pues, lo más funesto para nuestros intereses nacionales. (Sin hablar ya de que cada pareja de inmigrantes jóvenes que abandone España implica una acentuación de la baja de la natalidad, que es la mayor amenaza para nuestro futuro colectivo.)

Esa nueva campaña de xenofobia disimulada es, por consiguiente, absolutamente condenable por ser contraria al interés nacional. Lo que interesa al pueblo español es mostrar, ante el mal tiempo de la crisis económica, la buena cara de la entereza y de la hermandad, dando a todos los habitantes las mismas posibilidades de compartir los frutos de la solidaridad y del Estado del bienestar que los inmigrantes han contribuido a levantar con su trabajo (mucho más sacrificado que el nuestro en los lustros recientes). Y así capear el temporal. No sea que nos vuelva a pasar lo que sucedió con la reconversión industrial de los años 80, de infausta memoria: en vez de aguantar, con subvenciones, a que llegara una nueva fase de expansión de la demanda foránea, se cerraron nuestras acerías, nuestros astilleros, nuestras fábricas metalúrgicas; y luego hubo que importar de fuera raíles, locomotoras y vagones cuando, con mucho retraso, se acabó por entender la necesidad de los trenes de alta velocidad.

El hombre es el capital más valioso --en frase de alguien cuyo nombre amarga a nuestros potentados--. Perder la masa inmigrante que hemos conseguido atraer sería una catástrofe casi equivalente a una guerra. (Quizá el peor cataclismo de nuestra historia nacional fue la expulsión de los moriscos a comienzos del siglo XVII.) Eso sería mucho más grave que la reconversión industrial de hace cuatro o cinco lustros.

Pero hay otras cuatro razones por las cuales el retorno masivo asolaría nuestra economía.

(1ª) Sufriría un golpe demoledor la ya menguada demanda interna, que es la principal (España es un país poco exportador, a diferencia de Alemania).

(2ª) Al escasear la oferta de mano de obra en condiciones propicias para el pequeño y medio empresario (por mayor disponibilidad laboral), bajaría la propia demanda (por un efecto de la ley de Say), ya que el empresariado regula su demanda de mano de obra (su oferta de trabajo) en función --entre otras variables-- de las expectativas de contratación laboral. El resultado de tal contracción sería un ulterior incremento del desempleo (aunque parezca paradójico).

(3ª) Ese retorno perjudicaría a nuestra balanza de pagos (las prestaciones de seguridad social a que tengan derecho los retornados se abonarían a sus países --salida de divisas--, en lugar de quedarse en España para aumentar la demanda interna).

(4ª) Una serie de servicios públicos se verían gravemente afectados, al perder una parte importante de sus usuarios; la consecuencia sería una reducción de los mismos, en detrimento de los demás usuarios. (Eso sería así con relación al ya enormemente deficiente transporte público.)

Lejos, pues, de poner mala cara a los inmigrantes, el interés nacional es mimarlos, hacerles ver que, aunque ahora tengan que apretarse en cinturón, siguen siendo los bienvenidos entre nosotros y que los animamos a quedarse, porque consideramos --y siempre hemos considerado-- que es un favor y un honor que nos hacen el haber escogido nuestra tierra para venir a vivir aquí y compartir una convivencia social con nosotros.

Al margen de esas razones de interés, hay razones éticas. Dar a entender que, cuando las cosas van mal, lo mejor que pueden hacer es volverse a su país y que aquí ya no son bienvenidos es una actitud incompatible con los valores de hermandad humana y de solidaridad entre los habitantes de un territorio llamados --por vocación de su convivencia-- a compartir penas y alegrías, prosperidad y penuria, vacas gordas y vacas flacas.

Siendo todo eso muy grave, peor aún que el aviso (camuflado) de desdén y rechazo al inmigrante que, presuntamente, estaría ya de más entre nosotros, peor también que el catastrófico resultado que se seguiría si se cumpliera tan malhadado plan de retorno, es el mensaje que se transmite a la población española (o la europea), a saber: que, en tiempos de crisis, lo mejor que nos puede pasar es que se vuelvan a casa los inmigrantes y que nos dejen solos.

Claro que el anuncio gubernamental evita la zafiedad de decirlo así en tales términos. Tras una apariencia de simpatía, el contenido vehiculado es, de todos modos, el recién indicado: «¿Ves todos esos rostros foráneos? ¡Ojalá, en los tiempos que corren, se vayan al lugar de donde vinieron; nos irá mejor y les irá mejor a ellos». En suma algo que no dista conceptualmente mucho de la vieja idea xenofóbica: «No tengo nada contra los inmigrantes [latinoamericanos, chinos, africanos, árabes, etc], pero cada uno en su país».

Felizmente esa diabólica propaganda no producirá muchos efectos en lo tocante a empujar al retorno, dizque voluntario, a los inmigrantes que atraviesen dificultades laborales a causa de la crisis (una crisis, huelga decirlo, que ellos no han provocado). Lo verdaderamente deletéreo es el efecto de socavar las buenas relaciones entre españoles y extranjeros, haciendo que los primeros se sientan molestos por la continuada presencia de los segundos y éstos, a su vez, se sientan incómodos de permanecer en España, cuando se los está exhortando al retorno (por mucho que se edulcore ese mensaje con la frase ritual «Tú decides tu futuro»).

Ya hemos sufrido otras campañas publicitarias de hostigamiento, como la intimidación contra la copia informal de contenidos por vía electrónica. Siendo cualquier publicidad institucional una agresión anticívica, ésta de ahora bate un récord por lo odiosa que es. Muy buena opinión de este gobierno no teníamos, pero esto de ahora decepciona nuestra intención de querer creer que a tanto no llegarían.


Lorenzo Peña
Tres Cantos. 2008-12-19
El autor permite a todos reproducir y difundir íntegra y textualmente este escrito.







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Lorenzo Peña y Gonzalo

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Tres Cantos, Spain
Tras una turbulenta y amarga juventud consagrada a la clandestina lucha revolucionaria, mi carrera académica me ha conducido a obtener las 2 licenciaturas de Filosofía y Derecho y asimismo los 2 Doctorados respectivos (en Filosofía, Universidad de Lieja, 1979; en Derecho, Universidad Autónoma de Madrid, 2015). Soy también diplomado en Estudios Americanos; en cambio, si bien inicié (con éxito) la licenciatura en lingüística, no la culminé. Creador de la lógica gradualista, tras haberme dedicado a la metafísica y la filosofía del lenguaje, vengo consagrando los últimos 4 lustros a desarrollar una nueva lógica nomológica y aplicarla al Derecho: la lógica de las situaciones jurídicas, basada en la metafísica ontofántica que elaboré en los años 70 y 80. He sido profesor de las Universidades de Quito y León, Investigador visitante en Canberra e investigador científico del CSIC, habiendo sufrido la jubilación forzosa por edad en 2014 cuando había alcanzado el nivel máximo: Profesor de Investigación. Soy miembro del Ilustre Colegio de Abogados de Madrid.