ESTUDIOS REPUBLICANOS (4)

Estudios republicanos (4)
Los Estudios republicanos en la 68 Feria del Libro de Madrid
por Lorenzo Peña


Por un favor de la Fortuna, la reciente publicación de mi libro Estudios republicanos (de la Editorial Plaza y Valdés) coincide con la 68 edición de la Feria del libro de Madrid (2009), conteniendo mi libro una defensa de la Constitución republicana de 1931 y del ideal de una República de Trabajadores --simbolizado por la bandera tricolor--, al paso que la Feria tiene una evocación y una resonancia netamente republicanas.

En efecto: la primera edición de la Feria tuvo lugar el domingo 23 de abril de 1933, siendo inaugurada por el Presidente del Consejo de Ministros, D. Manuel Azaña, en compañía del Ministro de Instrucción Pública, D. Fernando de los Ríos (una de las figuras clave en la preparación doctrinal de la Constitución de la II República del 9 de diciembre de 1931, de cuyas aportaciones se trata con cierto detalle en el capítulo 2º de mi libro).

En la primavera de 1933 el ambiente era, a la vez que de enorme expectativa y euforia republicana en España, también de tensa preocupación por la crisis económica y, sobre todo, por la llegada al poder de Adolfo Hitler exactamente 12 semanas antes. Simultáneamente el Imperio Japonés acababa de iniciar su agresión contra China. La amenaza hitleriana suscitó una fuerte movilización de la intelectualidad española. El 11 de junio (mes y medio después de clausurarse la Feria), Miguel de Unamuno, Luis Recaséns Siches y Luis Jiménez de Asúa firmarán un manifiesto para la formación de un comité de intelectuales conscientes que ayude a las víctimas del terror nazi.

La República no contaba a la sazón entre nosotros más que dos años y nueve días. Se vivía un clima de reformas progresistas, de avances en muy diversos campos: emancipación de la mujer, leyes laborales, reforma agraria, modernización del derecho de familia, escolarización, promoción y difusión de la cultura, disminución del aparato militar, secularización de la vida pública, enorme creatividad intelectual, un nuevo apogeo de las letras españolas, un elevado debate político-jurídico, un renacimiento académico, un inicio de recuperación económica, un recobrado prestigio internacional gracias a la Constitución pacifista e internacionalista promulgada hacía 16 meses --en ese momento la mejor del mundo. (Los principios pacifistas incorporados a la nueva Constitución española tuvieron que ser defendidos en el foro de la Sociedad de Naciones frente a la recién mencionada agresión nipona.)

Lamentablemente no faltaban nubarrones en el horizonte, y no sólo por lo que sucedía en el extremo oriente y en Europa central. El 11 de enero habían tenido lugar los luctuosos acontecimientos de Casas Viejas. Y es que las reformas republicanas no bastaban a solucionar la crisis, estallando el descontento de un amplio sector de masas obreras, que sería explotado por los nostálgicos de la monarquía en el otoño: creación de la Falange el 29 de octubre y avances de la fuerza criptomonárquica CEDA en las elecciones del 19 de noviembre.

Pero en la primavera todo eso parecía aún improbable. El 24 de febrero las Cortes habían ratificado su confianza al Gobierno por 173 votos contra 130. Las reformas y los avances sociales continuaban. Y proseguía, en particular, la política de promoción cultural. Si en 1930 la monarquía borbónica había destinado a la compra de libros una suma de poco más de 40.000 pesetas, la República, en 1933, multiplicará esa partida presupuestaria en 42 veces, alcanzando 1.690.000 pesetas. Entre 1932 y fines de 1933 se crearon tres mil bibliotecas estatales en sendos municipios, según el Plan del Patronato de Misiones Pedagógicas. Se auspició desde el gobierno de la República al Sindicato Exportador del Libro Español. Y, como compendio de esa política, se inauguró la I Feria del Libro a fines de abril.

Era una edición aún modesta, con sólo veinte casetas de otras tantas editoriales madrileñas: Fénix, Sociedad Bíblica, Espasa Calpe, Plus Ultra, Sociedad General de Librería, Manuel Aguilar, Saturnino Calleja, Dédalo, Pueyo, Viuda de Bergua, Revista de Occidente y alguna más. Se clausurará el sábado 29 de abril de 1933. El Ministro Fernando de los Ríos saludó con alegría ese acontecimiento cultural invitando a los madrileños a acudir a la Feria y a empaparse de los valores de las publicaciones.

Para dar realce a la Feria (aunque no tenía carácter gubernamental, al estar convocada por la Cámara Oficial del Libro), se organizó todo un ciclo de actividades en la capital de la República. Hubo conciertos y pronunciaron conferencias Ramón J. Sender y otros escritores.

El lunes 24 tuvo lugar un festival en el Teatro Español al que asisiteron el Presidente de la República, D. Niceto Alcalá-Zamora y Torres, el Ministro de Justicia y el Secretario General de la Presidencia de la República, Rafael Sánchez Guerra (más tarde presidente del Madrid C.F. y en 1946 ministro de la República en el exilio bajo la presidencia de José Giral). También asistieron al festival representaciones del Cuerpo Diplomático, Junta Directiva de la Cámara, Comisión Organizadora y numerosos escritores, periodistas, editores y público en general; en él recitáronse poesías, diose lectura a un fragmento de La Gitanilla de Miguel de Cervantes y se representó Un pregón de Sevilla, entremés de los hermanos Álvarez Quintero. Asimismo se proyectó una película sobre la exposición del libro español en Buenos Aires.

Las Ferias de 1934, 35 y 36 experimentaron avances y retrocesos, en medio de las dificultades de la crisis económica internacional y de las vicisitudes políticas. La Compañía de Tranvías de Madrid contribuyó a la publicidad de la Feria, anunciándola en el reverso de los billetes y en los laterales de los vehículos. En 1935 se contó con la presencia de Gabriela Mistral, quien habló sobre la pasión de leer (la III edición estaba dedicada a Lope de Vega, representándose --en un tablado al aire libre, en la Plaza de Colón-- El acero de Madrid de Lope y el Retablo de San Cristóbal de García Lorca).

En la última edición republicana, la del 24 de mayo al 2 de junio de 1936, Margarita Nelken habló sobre el libro en la Unión de Repúblicas Soviéticas.

Todos esos recuerdos vienen bien para situar en su contexto la defensa que se hace en mi libro de la memoria republicana como elemento de la conciencia nacional, en el capítulo 4, del cual cito este párrafo para concluir:

La memoria histórica no es memoria de fusilamientos, torturas, campos de concentración, cárceles, memoria del hambre, de las penalidades, de las víctimas, de los llantos, de las crueldades padecidas.[...] Todos esos hechos forman parte del pasado y hay que ser consciente de ellos, pero de mucho más relieve es el recuerdo de lo bueno: el de una República de trabajadores que se organiza en régimen de libertad y justicia, que renuncia a la guerra y reconoce el derecho de emigración e inmigración; el del voto femenino y la igualdad de derechos de la mujer en todas las esferas de la vida (en el mundo de entonces, tremendamente falocrático); el de la reforma agraria y demás avances progresivos; el de los derechos sociales y laborales; el de los avances educativos; el de una exuberante producción intelectual de nuestros poetas, juristas, científicos, filósofos, oradores y dramaturgos; el de nuestros titanes que --derrochando prodigios de heroísmo, de iniciativa, de inteligencia, de capacidad organizativa-- levantaron de la nada un formidable ejército popular que preservó tres años más, en una parte del territorio nacional, unas instituciones republicanas, aunque ya maltrechas; el de un Estado republicano cuyo presidente --en medio de tan cruenta guerra fratricida-- formula como programa el de las tres «Ps»: paz, piedad y perdón; el de un pueblo que atrajo la solidaridad de millones de trabajadores del mundo y de intelectuales de muy diversas ideologías, de Aragon a Bernanos y Maritain; el que inspiró, con su gesta, tantas obras de arte (poemas, películas, cuadros, canciones); el que resistió ya vencido y transmitió la evocación de sus anhelos, de sus desengaños, de sus amarguras sin desesperanza, de sus ilusiones; el de los guerrilleros que trataron en vano de mantener viva la llamarada de una lucha perdida; el de los militantes indoblegables que quisieron seguir luchando contra los molinos de viento. No la España de las plañideras, del luto, del viernes santo, de las sepulturas, sino la España de la rabia y de la idea, la que saca recursos de donde no parecía haberlos, la que es genial en la desdicha, la que no renuncia a grandes ideales, a grandes valores.

Bibliografía

  • Fernando Cendán Pazos, Historia de la Feria del Libro de Madrid (1933-1986), Madrid: Cámara Oficial de Comercio e Industria de Madrid, 1987.
  • José Esteban, El Madrid de la República, Madrid: Silex, 2000 (pp. 84-8).
  • Gonzalo Santonja, La República de los libros: El nuevo libro popular de la Segunda República, Barcelona: Anthropos, 1989.


Lorenzo Peña
Tres Cantos. 2009-05-24
El autor permite a todos reproducir textual e íntegramente este escrito
V. también: http://lp.jurid.net/books/esturepu






El Proceso de Bolonia

Consideraciones sobre el proceso de Bolonia
por Lorenzo Peña

2009-05-22


Las autoridades académicas están contando los días, seguras de que la lucha estudiantil anti-Bolonia se va a ir desgastando y que el proceso es imparable. Entre el profesorado universitario no es fácil encontrar entusiastas de Bolonia, pero curiosamente la mayoría de los profesores afiliados a IU y otras organizaciones progresistas parecen haber optado por actitudes ambiguas, que, en todo caso, se distancian de las luchas estudiantiles.

Es significativa la decisión oficial de dejar de momento fuera del proceso de Bolonia todas las carreras con mayor importancia práctica (ingeniería, arquitectura, medicina). De tener sentido ese proceso, lo tendría principalmente para esas carreras, por tres razones.

La primera razón es que son estudios donde la expresión en el lenguaje nacional tiene menos importancia, porque se usa un lenguaje matemático o una jerga profesional uniforme, que no varía de un país al otro.

La segunda razón es que en esas carreras el contenido es también muy homogéneo de unos países de la Unión a otros, siendo más fácil y más probable la movilidad docente o profesional.

La tercera razón es que, de haber motivos prácticos y de interés general para propiciar una homologación europea de estudios, debería comenzarse precisamente por esas carreras, ya que hay intereses prácticos y hasta económicos para alcanzar la homologación, que, en cambio, no se dan, o mucho menos, con otro tipo de estudios.

Que, siendo así, esos estudios de medicina, ingeniería y arquitectura se dejen de lado, por el momento, indica que las autoridades se han arrojado al plan Bolonia como una cuestión de principio europeísta y no quieren dar su brazo a torcer, además de que pueden tener otras miras como la de serrar o limar la independencia crítica de las carreras humanísticas y científicas, para hacerlas más conformes con los valores del sector privado y de la tecnocracia imperante.

En esa política no asoma ninguna verdadera motivación de genuino interés práctico, ni siquiera una que venga de las demandas empresariales; las propias empresas son en realidad poco proclives a acoger con agrado los resultados del plan Bolonia, el cual puede así desembocar en un rotundo fracaso desde todos los puntos de vista.

Se han señalado y criticado varios rasgos del proceso de Bolonia, pero no siempre se han deslindado aquellos que le son característicos e intrínsecos de aquellos que le son accesorios y que podrían establecerse independientemente del malhadado proceso, como, p.ej., acudir a préstamos como fórmula preferente frente a la concesión de becas --las cuales, de todos modos, no existían hasta ahora más que en cantidades exiguas, no importando mucho que se vayan a reducir o que se mantengan, según la promesa de Ángel Gabilondo Pujol.

Los rasgos característicos de Bolonia son los cinco siguientes:

  • Acortamiento de las carreras, con la sustitución de la licenciatura por el grado, que va a ser una diplomatura, un título rebajado, de baratillo, para lanzar a la mayoría de los jóvenes universitarios al mercado laboral con un bagaje escaso, intelectualmente depauperado y evidentemente menos fundamentado en el conocimiento de las asignaturas básicas y más orientado a las que tengan inmediata utilidad práctica.

  • Sustitución de la enseñanza con un fuerte contenido teórico, a través de la lección magistral, por una auto-educación orientada en la que se evalúen, más que los conocimientos adquiridos, las redacciones del alumno --pomposamente tildadas de trabajos de investigación cuando se van a producir en estadios de la formación académica en los que el estudiante carece del utillaje conceptual y doctrinal imprescindible para abordar ninguna tarea que empiece siquiera a parecerse a una investigación.

  • Las tareas del profesorado pasan a ser preferentemente las de animar, incitar y estimular la auto-formación de los alumnos; ya no se trata de transmitir conocimientos, o sólo secundariamente.

  • Reestructuración del profesorado: disminuirá la proporción que hoy todavía corresponde en la Universidad española a las disciplinas básicas de mayor significación para el dominio de los fundamentos; aumentará el número de ayudantes --u otras figuras similares-- encargados de labores de animación, orientación y corrección de trabajos; se contraerán los presupuestos para investigación fundamental, correlativos a la carga docente de las materias con ellos relacionadas; se incitará a los departamentos universitarios a buscar financiación privada, vinculando sus programas de investigación a los imperativos de las empresas a las que se asocien; la iniciativa privada también aumentará su presencia en la Universidad en niveles directivos.

  • Se promoverán recorridos profesionales en zigzag, a fin de que el profesor alterne su actividad docente universitaria con períodos al servicio de empresas privadas, alejándose del paradigma del académico profesional de antes para ser, según las fases de su recorrido, un empleado al servicio de entidades públicas o privadas; evidentemente en este modelo se tenderá a la supresión de las plazas de funcionario docente; los itinerarios de los profesores estarán controlados desde instancias tecnocráticas como la ANECA.

De esos cinco rasgos, el más serio y grave es el primero. Esa decisión de acortar y aligerar los estudios conducentes al título universitario general (antes licenciatura, ahora grado) es lo que da un contenido al eslogan de la empleabilidad, que, transmitiendo un mensaje de fábrica de titulillos ajustados a las demandas de mano de obra de los empleadores --variable según las coyunturas--, ha puesto los pelos de punta a los defensores de una Universidad con fuerte vocación intelectual.

A ese mensaje se le ha objetado, con sobrada razón, que la titulación académica prepara para la inserción laboral a largo plazo, al paso que las ofertas de empleo son a corto plazo, mediando entre lo uno y lo otro un lapso más o menos dilatado en el que pueden suceder enormes mutaciones de técnica, organización, mentalidad colectiva y modos de vida social; por lo cual, en definitiva, es más rentable otorgar titulaciones con buena formación de fondo, dejando a los titulados la capacidad de evolucionar y adaptarse, en su vida post-académica, a las variables necesidades del mercado laboral.

Pareciera, pues, que eso de la empleabilidad viniera de una exigencia empresarial de que la Universidad les proporcione una fuerza laboral a su medida. En realidad, ni siquiera eso es verdad. El eslogan de la empleabilidad sólo responde al designio de acortar y abaratar las carreras (dejando de lado los másteres, en los cuales efectivamente la presencia del sector privado va a ser mucho más importante y que van a ser onerosos y mercantilizados). La empleabilidad que se persigue es la que perciben los euro-tecnócratas, para quienes el titulado universitario necesita iniciativa, espíritu emprendedor, unos poquitos conocimientos directamente aplicables en la práctica y mucho ánimo de adaptación al mundo de la empresa. Seguramente piensan en empleados que se amolden a los propósitos del empresario, el cual seleccionará así una mano de obra de poca cualificación académica, decidiendo luego premiar a los buenos con una ulterior capacitación post-universitaria en función de las necesidades de la expansión empresarial.

Pero eso es soñar, porque hoy las relaciones del contrato laboral son efímeras (lo ha provocado la actitud de los empresarios, pero a ella se han adaptado los trabajadores, quienes han decidido no permanecer fieles a las empresas cuando éstas no son fieles a sus empleados). Difícilmente va el empresario a pagar una costosa formación complementaria de unos empleados particularmente brillantes que incrementaría las probabilidades de que, en cuanto tengan ocasión, pasen a trabajar para una empresa competidora.

De manera que la empleabilidad no viene de una reclamación de mano de obra por los empresarios, sino de una visión tecnocrática, para la cual son perjudiciales el mucho saber y el mucho estudiar; hay que saber poco, y eso bien práctico.

¿Dónde queda, en ese plan, la presunta homologación entre los Estados miembros de la unión europea? Sólo en una cosa: ese quíntuple proceso se llevará a cabo en todos los países (salvo aquellos que han escurrido el bulto, marginándose del proceso por el momento; pueden ser varios de los más importantes). Así, un graduado español, que sale de la Universidad portador de ese diploma de saldo, sabe que también un graduado francés egresará con un bagaje similarmente pobre e insustancial.

Pero con eso no se ha dado ni un solo paso para facilitar que el graduado español pueda ir a Francia, Lituania, Eslovaquia o Finlandia a ejercer su profesión; ni siquiera para que, a medio camino en la carrera, se traslade de país y Universidad. No se da ni un solo paso en tal dirección porque no se unifican las carreras. Se unifica el título, el nombre, «grado», o sea un casi-nada (y aun tal unificación denominativa no es segura del todo). Mas el apellido de cada carrera --que sea grado de economía, de derecho público, de geografía, de historia del arte, de filología neogriega, o de lo que sea-- eso no se unifica ni se homologa. (Hasta donde estaba un poco unificado se desunifica; así en España deja de haber unas directrices generales para las titulaciones y planes de estudios.)

Claro que la objeción principal que habría que avanzar contra todo ese barullo es otra: aun suponiendo que el Plan Bolonia implicara unos proyectos de verdadera homologación y unificación de títulos y de contenidos de las carreras (de modo que un graduado de Oviedo tuviera serias y fundadas razones para esperar que su título se convalidará en Heidelberg, Upsala, Milán o Burdeos), persistiría el obstáculo práctico principal para la movilidad, el escollo que constituye más del 95% de la dificultad real, a saber: que la enseñanza y la práctica profesional se hacen en lenguas diversas y mutuamente incomprensibles.

Los euro-tecnócratas sueñan con un mundo académico como el del siglo XVII, en el cual efectivamente un estudiante podía migrar de Alcalá a París, de Groninga a Padua, de Oxford a Copenhague sin tener que adaptarse, porque toda la enseñanza se hacía en todas esas Universidades (y también en las de México, Lima, Quito y otras de Hispanoamérica) en el mismo idioma: el latín. Los contenidos enseñados eran también muy parecidos, sin que --salvo en teología-- se notara mucha diferencia entre católicos y protestantes, incluso cuando ardía la Guerra de los Treinta Años.

Mas desde 1750 las cosas cambiaron. La lengua nacional reemplazó al latín. Los contenidos también se diversificaron. La movilidad cesó o se redujo a minorías insignificantes.

Es verdad que en años recientes, y a fuerza de becas Erasmus, los euro-tecnócratas han conseguido ampliar el número de los estudiantes migratorios o nómadas. Ello, por otro lado, confirma un hecho que podía constatarse antes incluso de implementarse tal política pan-europeísta, a saber: que ya existían mecanismos de traslado para que alguien que pasara de un país al otro con unos estudios o un título académico pudiera ver revalidado lo que había hecho. O sea, no hacía falta el proceso de Bolonia. (En cuanto al nivel de los migrantes académicos Erasmus me abstengo aquí de enjuiciarlo, pero los relatos que he escuchado no son nada halagüeños ni complacientes con un fenómeno caracterizado como de turismo universitario.)

No obstante lo esencial no es eso, sino algo mucho más sencillo y básico: esa migración académica no va a interesar a casi nadie, salvo a un puñado de individuos, por la barrera del idioma. (Y, de interesar, sería sobre todo en las disciplinas técnicas; aun eso de modo limitado.)

En verdad, los euro-tecnócratas hasta tal punto carecen de visión de conjunto y de perspectiva histórica que ni siquiera parecen haberse empezado a plantear el problema fundamental. Si quieren que se camine en la dirección que les apetece, tendrían que comenzar por imponer la enseñanza en europeo. Tal vez al principio su uso sería alternativo al idioma nacional, para pasar luego a ser obligatorio, prohibiéndose la enseñanza o el uso profesional de los 23 idiomas nacionales y de idiomas oficiales en algunas regiones de la Unión.

Evidentemente para imponer el europeo, éste tiene que existir. No importa cuál sea: latín, interlingua, inglés, esperanto, volapük, u otro nuevo o viejo. Primero tiene que haber profesores de europeo que enseñen a enseñar en europeo; luego tiene que crearse una masa suficiente de euro-hablantes para que las aulas puedan ser concurridas y los chicos entiendan y puedan escribir sus redacciones en ese idioma.

Ése tendría que ser el primer paso. Una vez consumado el tránsito al idioma culto común y olvidados los idiomas nacionales en el ámbito académico, se podrían considerar pasos ulteriores.

Pero ese primer paso sólo podrá darse cuando estén reunidas dos condiciones necesarias: (1) que tal idioma exista y esté reconocido como el idioma común de Europa; y (2) que los euro-tecnócratas tengan el conocimiento y la voluntad que se requieren para poner en práctica el proceso de implantación coercitiva de ese idioma común.

Cualesquiera medidas que no pasen por ahí no servirán absolutamente para nada desde el punto de vista de fomentar la migración interna de la unión europea en el personal discente, en el docente o en el profesional --salvo esas minorías o esos sectores de carreras esencialmente técnicas que ya encontraban vías que propiciaran su emigración (generalmente a Inglaterra y muy poco a Letonia, Chequia, Bulgaria o Chipre), sin necesitar para nada el tumultuoso remolino que ahora se han puesto en marcha.

Cuando nadie, absolutamente nadie, ha imaginado, ni menos propuesto, un plan de unificación idiomática, ni siquiera en los ámbitos académicos y profesionales, cuando nadie se ha preocupado de cuál será el europeo y dónde encontrarlo (sabiendo que para que el inglés se convierta en europeo tiene que producirse un cambio de mentalidades hoy poco verosímil), cuando eso es así, los quiméricos planes de unificación académica en la unión europea no conducen a ninguna parte.

No conducen a ninguna parte en lo que respecta a esa unificación, pero sí conducen a que se realicen los designios de la euro-tecnocracia. Esta sirve, quizá, a intereses, pero lo dudo. En verdad no parece ni siquiera que los empresarios sientan gran entusiasmo por esos cambios ni menos que sean ellos quienes los propicien (salvo alguno que piense sacar tajada, y aun eso habría que demostrarlo). A mi juicio lo que empuja a todo ese proceso no son los intereses (ni buenos ni malos) sino los prejuicios; los prejuicios combinados de la tecnocracia y el pedagogismo, del anti-saber, de la anti-academia, del anti-conocimiento, de la anti-traditio, del instrumentalismo ramplón y vulgar de los ejecutivos de despacho ministerial, de los gestionarios que, huérfanos de cultura profunda y sólida, tienen en su bagaje unas recetas manidas de didáctica, economía, politología y otras hierbas.

Al margen de todo lo anterior está el problema --que aquí no he abordado-- de si, suponiendo que de veras se quisiera alcanzar la unificación idiomática y, en pos de ella, la académica, eso sería útil o perjudicial, preferible o no a otras alternativas (como podría ser, para nosotros, una mayor integración hispanoamericana, facilitando la fluidez entre Madrid, Buenos Aires, Valparaíso, Bogotá, Xalapa, Monterrey y La Habana). Y más lejos todavía está otro problema: el de si el plan sería moralmente bueno o malo, decente o indecente, si socavaría o no legítimas aspiraciones de terceros (p.ej. en Abidyán, Kinshasa, Nairobi, Río de Janeiro, Santo Domingo, Caracas).

Hasta ahora todo lo que he leído sobre Bolonia es favorable o desfavorable a los planes en marcha pero siempre monolíticamente coincidente en suponer que sería magnífico que se produjera la unificación académica de la unión europea y en sobreentender que se llevaría a cabo sin que hiciera falta para nada una unificación idiomática. Yo cuestiono ambos supuestos. Sin previa unificación idiomática, es imposible la unificación académica. Y que esa unificación idiomática (de Europa, sólo de Europa, y ni siquiera de toda) sea, de ser posible, deseable, eso también lo cuestiono.

Pero, cuestionable o no, lo primero que hace falta es plantearlo. Planteado, habrá que debatirlo. Unos darán argumentos en un sentido, otros en otro. Mientras ni siquiera se haya planteado, el paneuropeísmo académico es una quimera o una intriga condenada al fracaso.




Estudios republicanos 3

Estudios republicanos (3)
El valor de la libertad
por Lorenzo Peña

2009-05-21


Prosigo en este artículo los comentarios a mi libro Estudios republicanos: Contribución a la filosofía política y jurídica, recientemente publicado por la editorial Plaza y Valdés. (Ya está disponible en la Casa del Libro.)

Situándose en la tradición del republicanismo histórico español --el de 1873 y el de 1931--, la filosofía política que propongo en este libro tiene como una de sus características el énfasis en el valor de la libertad.

A primera vista, ese énfasis me emparenta al llamado «neorrepublicanismo», cuyo más notorio adalid es mi colega, el filósofo irlando-australiano, Philip Pettit (el inspirador doctrinal del Licdo. Rodríguez Zapatero). Sin embargo las convergencias terminan ahí, en lo genérico, porque es muy diferente la concepción de libertad que proponemos.

Para los ciudadanistas de Pettit, trátase de una libertad como no-dominación (según lo analizo en las págªs 41-59 de mi libro). Es ése un concepto muy confuso, con el cual se quiere establecer la obligación que tendrían los ciudadanos de ser virtuosos, o sea: de pensar y actuar según unos patrones de civismo, compartiendo los valores colectivamente asumidos por la sociedad, a fin de que ésta, así aglutinada, asegure una libertad individual sólo lícita en tanto en cuanto se encauce dentro de la vigencia de esa virtud ciudadana.

Por el contrario, la libertad que yo preconizo en mis Estudios republicanos es la libertad liberal de siempre, la de la Declaración de los derechos del hombre de 1789: la facultad de hacer todo lo que no esté prohibido por la ley en un ordenamiento jurídico en el cual la ley sólo puede prohibir conductas lesivas para el bien común.

En esa visión que yo abrazo, la libertad republicana implica, pues, una plena e irrestricta libertad de pensar cada uno, para sus adentros, como le dé la gana. Ése es uno de los pocos derechos absolutos e ilimitados. Implica asimismo una amplia libertad, individual y colectiva, de vivir según las propias convicciones y de obrar (o abstenerse de obrar) según la propia voluntad, haciendo lo que a uno le plazca, siempre que no vulnere la ley; una ley, eso sí, obligada a no imponer obligaciones o prohibiciones que no se justifiquen en virtud de imperativos de bien común. Para que cada individuo y cada colectivo disfrute de ese derecho, el legislador está obligado a prohibir las conductas que impliquen coacción o amenazas contra la libertad ajena.

Es bien conocida la tendencia socialmente conservadora de las monarquías, incluidas las que hoy persisten y las que han persistido hasta hace poco (p.ej. la de Nepal derrocada por la revolución popular el 28 de mayo de 2008). Dada esa tendencia, y dadas las polarizaciones político-sociales en el mundo de hoy, las oposiciones republicanas a las 27 monarquías aún existentes en el Planeta vienen preponderantemente de las filas del progresismo social, de anhelos de igualdad, de protesta contra las injusticias, los privilegios de las clases adineradas, con una reivindicación de reparto de la riqueza.

Como, además, algunas de las monarquías persistentes son constitucionales (así la de España desde 1978) y como la monarquía constitucional concede un margen de libertades, parece que la reivindicación de la República no va a venir de quienes reclaman libertad, sino más bien de quienes demandan igualdad social. En España, concretamente, dada la historia del republicanismo y la del monarquismo en el siglo XX, parece claro que el alineamiento de los pro-monarquía o pro-República suele estar más conectado con la postura adoptada acerca de la cuestión social que con la mera adhesión al valor de la libertad, en lo cual podría haber coincidencia entre republicanos y monárquicos liberales.

Sin embargo, mi libro recalca las reclamaciones de libertad, porque las libertades de que gozamos bajo la actual monarquía constitucional sufren muchas e indebidas limitaciones.

Según la concibo yo, la República es el estado emancipado de toda potestad dinástica; mas el estado es lo mismo que la sociedad, la congregación de individuos asentados en un territorio que actúa colectivamente con independencia y que organiza conjuntamente los esfuerzos mancomunados de sus integrantes para el bien común, adjudicando participaciones de ese bien común.

En la medida en que en un estado no se respete un amplio abanico de libertades o no se reconozca el derecho de cada uno a hacer cuanto la ley no le prohíba, en esa medida se estará atentando contra el bien común; porque el bien común exige y envuelve el bien de los individuos (salvo los sacrificios no arbitrarios que quepa imponer y que pueden ser restricciones al bienestar o a la libertad, pero únicamente en tanto en cuanto esté justificada su necesidad para preservar el bien colectivo). Y el bien de un individuo depende, entre otras cosas, de su grado de libertad, como lo prueba lo mal que nos sentimos cuando nuestra voluntad viene contrariada y nos vemos forzados a obrar en contra de nuestras intenciones.

Mi ideal de una República de trabajadores, como la de 1931, conlleva, pues, un ensanchamiento de las libertades actualmente existentes, que en el régimen político de la pos-Transición sufren limitaciones abusivas. En algún caso viene a justificar esas limitaciones la ideología ciudadanista (con sus virtudes cívicas indeclinablemente asumibles por todos). Si las limitaciones son de suyo rechazables, aun en República, lo son, evidentemente, más cuando ni siquiera constituyen un precio a pagar a cambio de no ser súbditos.

En primer lugar la monarquía implica una carencia de libertad en lo tocante a las expresiones de respeto y a los comportamientos simbólicos (según lo analizo en el capítulo 0 de mi libro). Socavaría la existencia misma de la monarquía permitir a los súbditos decir lo que quieran sobre la familia reinante o sus miembros --incluido el que se sienta en el trono-- o usar las mismas apelaciones, los mismos signos de cortesía o descortesía, para hablar al monarca y a un súbdito. No son casuales las draconianas penas del vigente código penal que amenazan con duros castigos a quienes vulneren esa obligación de respeto a la Corona y a la dinastía. Esas limitaciones a la libertad de expresión son expansivas, porque evidentemente también afectan, en alguna medida, a las opiniones históricas, al menos las que se refieren a hechos del pasado reciente, aunque sean previos a la en trada en vigor de la constitución.

Por eso, en el capítulo 0, introductorio, al analizar las notas conceptuales de la república y de la monarquía, señalo que ésta última implica un rango augusto, enaltecido, de una familia a la que son debidas actitudes y muestras de reverencia, incompatibles con la posibilidad de hablar de sus miembros con la misma licencia con que se hablaría de otros individuos.

En segundo lugar --y descendiendo en concreto al actual ordenamiento jurídico español-- sufrimos unas abusivas limitaciones de nuestro derecho natural a la libertad ideológica y a la libertad asociativa; lo examino en el cp. 8. Esas limitaciones no son mera coincidencia, sino que se derivan, en parte, de la inclinación propia del sistema monárquico y, en parte, de la herencia que la transición de 1975-79 recibió del régimen totalitario de Franco; y ese factor también hay que tenerlo en cuenta, porque lo que se erige en España frente a la aspiración a una República es una monarquía determinada, no todas cuyas características de deducen de la mera esencia monárquica, sino que vienen de la historia, de la tradición de la dinastía reinante y, desde luego, de cómo se produjo su retorno al poder gracias a la tiranía franquista.

Sin entrar en detalles, mencionaré aquí que ese cercenamiento de la libertad ideológica se traduce en la ausencia de una ley orgánica reguladora de tal libertad, en cuyo lugar lo que sufrimos es una ley de libertad religiosa que no ampara el libre ejercicio de modos de vida no-religiosos abrazados por comunidades ideológicas de otro signo; con el agravante de que las autoridades administrativas y judiciales borbónicas aplican esa norma cicateramente, para dejar fuera de su ámbito de protección a las comunidades que no entran en el cotarro de las cuatro confesiones reconocidas: la católica (siempre que se ajuste a la jerarquía vaticana), la luterana (protestantismo), la mosaica o rabínica (el talmudismo) y la mahometana (Islam).

A las demás iglesias, agrupaciones o como se llamen, se les pone difícil acceder al registro de entidades religiosas, denegándoselo en aquellos casos en que se da un consenso entre las cuatro confesiones establecidas para excluir a los disidentes, tildándolos de sectas.

Por otro lado --y según lo examino en ese capítulo--, las limitaciones a la libertad ideológica se vinculan estrechamente a las que, en el actual ordenamiento monárquico, sufre la libertad asociativa. La constitución vigente de 1978 previó el derecho de asociación en términos sumamente restrictivos (art. 22), imponiendo cortapisas para encauzar y vigilar la creación de sociedades o asociaciones que escaparan al control de aquellas entidades a las que sí se quería dar cabida en el círculo de confianza (partidos políticos adheridos al nuevo régimen, sindicatos, las confesiones religiosas establecidas, colegios profesionales y algunas otras pluralidades que no iban a plantear problemas). Lo que quería evitar el constituyente de 1978 es que se abriera una vía de asociación libre de la gente común, quizá al margen de esos cauces asociativos que hab&i acute;an recibido la bendición oficial por su contribución al consenso monárquico y al pacto constitucional.

El resultado es que siguió en vigor hasta el año 2002 la ley de asociaciones franquista de 1964, aunque era incompatible incluso con el reducido margen de derecho asociativo (no libertad) que concedía la constitución de 1978 en su art. 22.

En 2002 el Trono promulgó la ley orgánica reguladora del derecho de asociación. Mas la mejoría que aporta es muy relativa. Es una ley enormemente restrictiva que deja fuera de su ámbito (y sitúa así en la ilegalidad) a muchas agrupaciones ideológicas cuyos modos de organización no se adecúen a esa ley. Así, tenemos que las colectividades disidentes se ven doblemente rechazadas del ámbito legal: rechazadas del estatuto de comunidades ideológicas del art. 13 constitucional (al no haber una ley reguladora de la libertad ideológica y al quedar cerrado para ellas el registro como entidades religiosas, monopolizado por quienes tienen la venia de las iglesias oficiales) y arrojadas también del estatuto de asociaciones del art. 22 constitucional, en virtud de las abusivas prohibiciones de la Ley Orgánica 1/2002.

Tales restricciones a la libertad ideológica y a la asociativa vienen de la mano las unas con las otras; repercutiendo las unas en las otras, surten un efecto conjunto de desproteger a cualquier agrupación de individuos a quienes unan ciertas convicciones ideológicas al margen de las pautas organizativas oficialmente admitidas, ya que, entre Anás y Caifás, la agrupación se quedará al margen de la ley.

Naturalmente todo eso no es casual, sino que es el resultado: (1) de la monopolización de lo ideológico por las cuatro religiones del conglomerado vigente (aunque con algunos resquicios para otras seleccionadas), la cual evidentemente tiene mucho que ver con la santificación o unción religiosa de la dinastía (no hay monarquía sin una confesión religiosa que le otorgue un valor en cierto modo sagrado; eso sí, de la confesión oficial única hemos pasado a la cuadri-confesionalidad semi-oficial, bajo hegemonía, desde luego, de la confesión tradicional del país) y (2) del pacto constitucional monárquico de 1978 con su recelo frente a las pretensiones asociativas no controladas o no encauzadas.

Por último, la defensa de la libertad que emprendo en este libro me lleva (capítulo 9) a defender el derecho a pensar mal, rechazando la educación para la ciudadanía, una inculcación autoritaria de los valores oficiales, que se imponen a los chavales de modo que quienes rehúsen expresar su adhesión serán sometidos a represalias y podrán ver denegado su paso a la vida adulta. Esa imposición no ha sido una ocurrencia del actual gobierno (aunque sí ha influido en éste el ya mencionado virtuosismo ciudadanista). Al revés, tal inculcación axiológica está siendo promovida por los organismos paneuropeos y se está implantando en todos los estados de la unión europea; la imposición educativa de los valores socialmente adoptados es una política común de los gobiernos de ambas mitades del arco parlamentario.

En realidad toda esa campaña de inculcación ideológica se funda en el erróneo principio de Locke, a saber que sólo se puede ser tolerante para con los tolerantes --siendo intolerantes aquellos que, si vieran prevalecer políticamente sus ideas, serían presuntamente intolerantes. Tal es el eslogan de los liberticidas, que excluyen a otros, de ideas opuestas, los cuales, así, se ven justificados a ambicionar una supremacía que les daría pie para excluir a quienes hoy los excluyen. Libertad sólo la hay mientras gozan de ella, por igual, sus adeptos y quienes no lo son.

La inculcación ciudadanista obedece a un propósito liberticida de las élites político-económicas en el poder en toda la Unión Europea. En el caso concreto de España, son élites comprometidas en el sostén a la monarquía, cumpliendo así esa inculcación una función adicional: la de hostigar ideológicamente a quienes estén fuera del consenso constitucional.

Tales son los lineamientos de mi defensa de la libertad republicana en este libro. Tales son las razones por las cuales, al proponer la República como marco jurídico adecuado para la efectividad de los derechos humanos, no pienso sólo en los de bienestar, ligados a la reivindicación igualitaria, sino también en los de libertad (en los cuales pongo mayor énfasis en este libro).






ESTUDIOS REPUBLICANOS (2)

Estudios republicanos (2)
República, historia y oligarquía
por Lorenzo Peña


Prosigo en este artículo los comentarios a mi libro Estudios republicanos: Contribución a la filosofía política y jurídica [recientemente publicado por la editorial Plaza y Valdés (www.plazayvaldes.es)]

En nuestra Patria la oligarquía financiera y terrateniente, adicta a la dinastía borbónica, fraguó, auspició y dirigió la sublevación militar del 18 de julio de 1936, tramada desde Roma por su exiliada majestad, D. Alfonso de Borbón y Habsburgo-Lorena.

Esa misma oligarquía sigue siendo beneficiaria de la nueva monarquía borbónica instaurada en la Transición --en parte como continuación del régimen precedente y en parte como transformación del mismo.

Esa misma oligarquía bancaria y latifundista propició el apoyo que a la sublevación acaudillada por el General Franco otorgaron las potencias «de nuestro entorno»: los reinos de Italia y de Gran Bretaña, el Imperio Alemán --bajo la jefatura de su canciller, Adolfo Hitler--, la Francia colonialista y los estados unidos. (A la patulea de auxiliadores de la guerra fascista contra la España legal habría que añadir otra serie de Estados occidentales, que nos quieren presentar como adalides de la excelsa cultura europea --particularmente Hungría y Polonia cuyos herederos constituyen los actuales regímenes de Budapest y Varsovia.)

De esos cinco gobiernos imperialistas, los de París y Washington actuaron solapadamente tras una fingida neutralidad; el de Londres manifestaba a las claras sus simpatías hacia el bando sublevado y fue, como siempre, maestro en el manejo de sutiles triquiñuelas con visos de juridicidad (fue la pérfida Albión quien forjó el simulacro de la presunta no-intervención, que de tal sólo tuvo el nombre). Las potencias del Eje, Roma-Berlín, intervinieron abiertamente contra la República Española.

España tuvo dos aliados: Rusia y México. (No es casual que sea hispano-mexicana la editorial que ha acogido mi libro.)

Los padecimientos del pueblo español no terminan en 1939. El martirio colectivo se prosigue durante decenios de sanguinario régimen totalitario. (No uso la palabra «totalitario» en ningún sentido de esos alambicados a la Hannah Arendt, ni con la carga que le dan los antiestatistas --el estado que absorbe la sociedad, lo cual presupone el distingo conceptual entre sociedad y estado que precisamente critico en este libro. Uso esa palabra para nombrar a quienes así se nombraron, y en nuestro caso al despotado de Francisco Franco, que se aferró ávidamente a ese vocablo como un eufemismo para designar a una tiranía ilimitadamente arbitraria y cuya personalización llegó a una cima jamás antes --ni después-- alcanzada en la historia mundial.)

A lo largo de ese calvario, las cinco potencias occidentales --Alemania, Italia, Inglaterra, Francia y los estados unidos--, aun atravesando cambios de régimen político en algunos casos, mantuviéronse como puntales de la tiranía franquista, incluso cuando ésta atravesaba horas difíciles al terminar la segunda guerra mundial. Nuevamente Rusia y México son casi las dos únicas naciones que nunca han figurado entre los que, amigos de Franco, fueron --por ello mismo-- enemigos de España.

Nuestra historia nos lleva a converger con las reivindicaciones del sur frente al norte. Ése es otro tema muy presente en el libro que estoy comentando (concretamente lo que argumento en el último capítulo, a propósito de la I Conferencia Internacional de Durbán en septiembre de 2001). Hay un motivo de queja del pueblo español contra las cinco grandes potencias occidentales y hay un motivo de queja de los pueblos afroasiáticos contra esas mismas potencias y contra sus socios de la alianza noratlántica (particularmente contra los que ejercieron una dominación colonialista, como Holanda, Bélgica y Portugal).

La situación española es ambigua. De un lado, y según lo he señalado, la historia del siglo XX ha situado al pueblo español junto a los de los países subyugados del sur frente a las grandes potencias occidentales y las oligarquías internas asociadas a ellos. De otro lado, hubo un colonialismo español --ciertamente de poca monta-- en la minúscula franja mediterránea de Marruecos y en otros territorios enanos, como Fernando Poo y Río Muni (hoy Guinea Ecuatorial).

Por ese costado, España entra, en esa divisoria, en la vertiente de los países contra los que se reclama. Pero ¿cuál y cuánta es la significación real de ese colonialismo español? ¿Cuál es su significación en términos de masa o volumen (criterio decisivo desde mi metodología cumulativista)? Para la historia del pueblo español, la guerra de Marruecos fue muy importante. Para la historia de los pueblos del sur en su conjunto, ese colonialismo español en África es un fenómeno irrisorio en comparación con los imperios coloniales de Italia, Bélgica o Portugal, para no hablar ya de los de Francia e Inglaterra (o el de Alemania hasta terminar la I guerra mundial).

Mayor significación histórica tiene, pues, el primer aspecto: el pueblo español fue víctima del imperialismo de las potencias occidentales, que respaldaron, de un modo u otro, la destrucción de la República Española en 1936-39 y la consolidación del régimen totalitario.

Así, el pueblo español tiene una reclamación válida no sólo contra su oligarquía interna sino también contra los socios externos de la misma, principalmente esas cinco potencias imperiales.

Trabajamos --junto con muchos otros-- por recuperar la memoria republicana del pueblo español, la de su resistencia antifascista y de los valores que encarnó la República entre nosotros. Esa tarea confluye con el rescate del recuerdo colectivo de los pueblos humillados y oprimidos de Asia y África frente al consorcio atlántico. No es, pues, casual que el recuerdo colectivo del pasado se vincule, en este libro, a la reivindicación de una reparación por daños infligidos, en un caso como en el otro, porque hay entre ellos una triple afinidad: (1) adversario común (destinatario de la reclamación); (2) origen del mal infligido: al igual que los pueblos afroasiáticos, también el español luchó por su independencia nacional en 1936-39, ya que la victoria de la oligarquía interna acarreaba una subordinación a intereses foráneos; (3) fundamento jurídico: al igual que el sujuzgamiento de los países del tercer mundo se llevó a cabo destruyendo, violenta e injustamente, su ordenamiento legal previo, la demolición de la República Española significaba una agresión contra la legalidad preestablecida.

En el caso de España, se trata de exigir que el pueblo español reciba una compensación por el daño colectivamente sufrido (la guerra civil, la destrucción de la República, la instauración del Reino) que corresponde pagar a ese colectivo difuso que es la oligarquía, así como a sus respaldantes foráneos, las cinco potencias adversas del norte ya mencionadas (cada una en la medida en que haya auxiliado la sublevación fascista o la consolidación del régimen de opresión del pueblo español). Abordo esa cuestión en el cp. 4 del libro.

Lo que propongo es una contribución especial --un tributo sobreañadido a otros ya existentes, e independiente de ellos-- que corra a cargo de las familias oligárquicas (concepto jurídico indeterminado pero determinable), de los círculos de la alta sociedad, en tanto en cuanto sea presumible un nexo, directo o indirecto, con los sectores adinerados que favorecieron la implantación del régimen totalitario antirrepublicano y se beneficiaron de él.

La ley podría presumir ese nexo en las grandísimas fortunas y en las familias portadoras de títulos nobiliaros. El tributo que les correspondería pagar podríamos concebirlo como una contribución de paz, consistiendo en una devolución de riqueza o una indemnización fiscal por enriquecimiento injusto (mezclando --según lo demanda el asunto-- conceptos de derecho financiero y de derecho civil).

Lo que yo propondría sería muy poco: un tipo impositivo del 1% anual sobre el valor anualmente actualizado de las grandísimas fortunas (digamos de más de 30 millones de euros), de los grandes latifundios (p.ej los de más de medio millar de hectáreas) y de los títulos nobiliarios (tasados según el valor estimable en un mercado virtual, con métodos objetivos). El impuesto se extinguiría a los 99 años; no sería, pues, confiscatorio, ni siquiera en el módulo de un siglo. (Por otro lado habría que otorgar a los obligados tributarios la opción de renunciar, a favor del Estado, a los bienes gravados, quedando así exonerados del tributo.)

También habría que exigir que contribuyeran a esa compensación las ya citadas potencias extranjeras --en medidas que la ley o los tribunales podrían fijar con criterios razonables y ponderados, y siempre calculando por lo bajo. Habría que disminuir las contribuciones españolas a organizaciones supranacionales (especialmente la Unión Europea) en función de esa reclamación, que se tendría que plantear ante el Tribunal Internacional de La Haya.

¿Quién percibiría la contribución? No los particulares, no los descendientes de las víctimas individuales, sino el Estado español --víctima colectiva--, para dedicar la suma así recaudada al bien común de la población española en su conjunto (incluida la propia oligarquía, la cual no quedaría excluida de beneficiarse de esas mismas obras y actividades así financiadas).

Si ahora pasamos al caso de los pueblos oprimidos por el colonialismo, corresponderá pagar la compensación a las potencias colonialistas (y aquí también el Estado español tendrá que aportar lo que le ataña, además de lo que habría que pagar como indemnización por la esclavitud y la trata negrera). Corresponderá percibirla a los pueblos oprimidos, representados por sus gobiernos nacionales. La espinosa cuestión de las eventuales condiciones prefiero abordarla con el principio de que sólo a los pueblos respectivos incumbe decidir si sus gobernantes son buenos o si merecen ser derrocados; mientras estén ahí, hay una presunción de que son competentes para disponer cómo gastar las sumas que se pagarían en concepto de compensación por el yugo colonial.

Para cerrar este artículo voy a precisar algunos puntos adicionales. Sé que se me va a reprochar preconizar una política del resentimiento. Yo reclamo el derecho al resentimiento. En otro libro (mis Hallazgos filosóficos [1992], hoy agotado) defendí ese derecho como una forma válida de legítima vindicta, que castiga al culpable a soportar la rememoración de lo sucedido, la proclamación de la verdad de unos hechos pretéritos pero que no han pasado del todo.

Frente a quienes reclaman acudir en estos casos a la justicia penal --buscar culpables individuales y castigarlos--, yo pido que se prescinda completamente de la vía penal, porque discrepo de la tesis de la imprescriptibilidad de los crímenes contra la humanidad (concepto, ése sí, jurídicamente insalvable en buena filosofía del derecho). Creo que el transcurso del tiempo basta para cerrar las responsabilidades penales, y mucho más las individuales. Mas sí defiendo una punición moral, el castigo de que quienes, herederos de los perpetradores, se sigan beneficiando del fruto de la fechoría tengan que soportar el verídico recuerdo colectivo de los hechos, además de, en determinados supuestos, estar sujetos a la contribución de paz.

Por último, aclaro que no pido --ni admito-- arrepentimientos o lamentaciones. No queremos compunción ni que pidan perdón; queremos que paguen compensación. Incluso a los obligados tributarios --según mi plan-- sería lícito pensar como les diera la gana y no sentir pesadumbre ni nada por el estilo, e incluso decir que se siguen alegrando de lo que pasó (como no dejan de hacer). Lejos de mí proponer que se cercenen las libertades de palabra o de pensamiento.


Lorenzo Peña
Tres Cantos. 2009-05-12
El autor permite a todos reproducir textual e íntegramente este escrito
V. también: http://lp.jurid.net/books/esturepu




ESTUDIOS REPUBLICANOS (1)

Estudios republicanos (1)
Republicanismo frente a ciudadanismo
por Lorenzo Peña


Acaba de publicarse mi libro Estudios republicanos: Contribución a la filosofía política y jurídica por la editorial Plaza y Valdés (www.plazayvaldes.es)

En este libro presento un nuevo enfoque de la filosofía política, el republicanismo fraternalista o republicanismo radical.

En este primer artículo de comentario voy a señalar la fisonomía propia de ese enfoque dentro de la actual filosofía política.

Las palabras sufren devaluación como las monedas. Hoy circula el marchamo «republicanismo» para designar una corriente de pensamiento que poco o nada tiene de republicana. Trátase de una corriente de pensamiento anglosajona, subsumida en la familia individualista y privatista, que proclama su estirpe intelectual como originada en ciertos autores ingleses del siglo XVII cuyo relevo habrían tomado, a mediados del siglo XVIII, los fundadores del independentismo norteamericano (Jefferson, Hamilton, Madison, Adams); tal corriente tendría hoy como uno de sus adalides al que fuera colega mío en Canberra durante un semestre (1992-93), Philip Pettit. Esa corriente se publicita como una alternativa a sendas formas de individualismo aún más radicales que representan --cada uno a su modo-- Rawls y Nozick.

Esa corriente no es un republicanismo, siendo incluso un tanto irónico y hasta un contrasentido histórico que así se haya presentado. Y es que en el mundo anglosajón (en el que no incluimos las repúblicas afroasiáticas donde el inglés sea una lengua oficial) efectivamente las ofertas republicanas o son las de la revolución inglesa de 1640-1660 o son las del independentismo norteamericano de la segunda mitad del siglo XVIII.

Ambas ofertas pertenecen a un pretérito totalmente superado, a sociedades esencialmente agrarias de pequeña o mediana propiedad rural donde los esfuerzos en pro del bienestar eran asunto privado de cada dueño de un predio --o todo lo más de la cooperación privada entre varios agricultores-- y donde los servicios públicos se limitaban casi sólo a las funciones de administrar justicia y de vigilar la quietud y el orden, además de mantener una milicia o una fuerza militar disuasoria.

Eso explica que una constitución como la actual de los estados unidos, redactada en 1787 (y sólo modificada posteriormente con unas pocas enmiendas), sea profundamente reaccionaria, reflejando un orden de cosas que tiene que repugnar hoy a cualquiera que la lea en comparación con las constituciones de nuestro tiempo.

Ese pseudorrepublicanismo anglosajón --que se llama mejor «ciudadanismo»-- es otra variedad más de la filosofía política individualista. Su aportación estriba en preconizar que la ciudadanía adopte unas virtudes cívicas de participación en la vida política y que asuma los valores profesados en común, mientras que las corrientes de impronta más liberal dejan a los particulares dueños de tener tales virtudes o no y de compartir esos valores o no.

Por lo demás todas esas corrientes anglosajonas son coincidentes en ver las actividades de busca del bienestar, de organización laboral y económica, como pertenecientes a la esfera privada (aunque no forzosamente individual), como un terreno en el que el poder público no debe adentrarse.

Eso sí, se admiten ciertas políticas redistributivas por algunos de los individualistas (o quizá diríamos mejor privatistas). En el caso de los ciudadanistas, esa redistribución suele pasar por una renta ciudadana, una asignación que permitiría vivir holgadamente (o dignamente) sin trabajar y que el Estado se obligaría a pagar a cada ciudadano adulto por serlo, incondicionalmente. Ésa es la vertiente presuntamente social del ciudadanismo, que --bajo el magisterio del filósofo belga Philippe van Parijs-- se ha centrado en esa supuesta «vía capitalista al comunismo», frase genial pero que esconde una gran mentira; mentira porque, felizmente, no es verdad que vivamos bajo el capitalismo (no lo es cuando la mitad del PIB pertenece al sector público); y mentira porque, de aplicarse su receta, el resultado no sería nada parecido al comunismo, sino un capitalismo cuyas lacras sociales estarían atenuadas (en aquellos países en los que se pudiera establecer esa renta).

Y es que la renta ciudadana se establecería como un porcentaje del PIB por habitante. ¿Cuál es éste? Extraigo los siguientes datos del libro L'état du monde 2008 (París: La Découverte, 2007); refiérense al PIB en dólares, corregido al poder de compra (PPA) en 2006: USA 43444; Canadá 35494; Dinamarca 36546; Irlanda 44087; Alemania 31095; Japón 32647; Italia 30735; México 11249; Brasil 9108; Ecuador 4776; la India 3737; China 7598; Ceilán 5271; Marruecos 4956; Angola 3399; Haití 1835; Nigeria 1213; Malí 1300; Mozambique 1500; Gana 2771; Madagascar 989; Sierra Leona 888; Tanzania 801; Congo-Kinshasa 850; Burundi 680; Yemen 759; Somalia 600.

Dejando de lado todos los demás efectos deletéreos de la renta ciudadana (que discuto en este libro y que ya estudié en parte en mi libro anterior, co-autorado con Txetxu Ausín, Los derechos positivos, de la misma editorial), vamos a suponer que cada país dedica a esa renta un porcentaje de su PIB-PPA. El límite sería, me imagino, el 50% porque, si no, nadie trabajaría. Un somalí recibirá en renta básica de, a lo sumo, 300 dólares (en realidad mucho menos, porque hemos traducido la suma real al etéreo concepto de «paridad de poder de compra»). Y eso no da, ni en Mogadishu ni en ningún lugar del mundo, ni siquiera para el sustento.

Los ciudadanistas no proponen una redistribución global de la riqueza ni un desarrollo de las fuerzas productivas, que ven como un concepto marxista superado. Ese desarrollo de las fuerzas productivas no lo defiende hoy prácticamente nadie, ni siquiera los auto-denominados marxistas. Están de moda las corrientes ecologistas que preconizan el decrecimiento. La excepción la constituye justamente el autor del libro aquí comentado, quien, al irse separando de las ideas de Marx con el transcurso de los años, ha seguido siendo adepto de algunas de ellas, que no son precisamente las que ha recogido la nueva vulgata pseudo-marxista (que es una incoherente mezcla de ecologismo, socialdemocracia, dogmas de teoría económica del siglo antepasado, veneración de iconos y abstractas proclamas revolucionarias desligadas de cualquier plan de hacer una revolución).

A diferencia del ciudadanismo y las corrientes afines, el republicanismo que se propone en mi libro es el que nos viene de otras tradiciones muy diferentes, como son: el republicanismo jacobino francés de 1793 y el fraternalismo de la segunda República francesa, la de 1848; el republicanismo español decimonónico, con figuras como la de Fernando Garrido Tortosa (1821-1883); el republicanismo colectivista de Joaquín Costa a la vuelta de los siglos XIX al XX; el de nuestras dos repúblicas (la de 1873 y, mucho más, la de 1931); más en concreto, las ideas jurídicas --de inspiración krausista, en buena medida-- de los redactores de la Constitución republicana de 1931, como Fernando de los Ríos, Adolfo González-Posada y Luis Jiménez de Asúa; el republicanismo radical y solidarista que se desarrolló en Francia con la III República: Léon Bourgeois, Léon Duguit, Georges Scelle, Alfred Fouillée (que guarda cierto parentesco con otras corrientes de la época, como el socialismo de cátedra alemán de Adolf Wagner y el fabianismo inglés).

Ésa es la inspiración de mi libro. Pero, naturalmente, en una perspectiva evolutiva, cumulativista (como lo es todo mi pensamiento filosófico), en la cual esas ideas no se toman más que en su proyección histórica, como elementos de reflexión pero siempre con la mirada más atenta a la praxis jurídica y a los hechos históricos y sociales que a las teorizaciones.

A tenor de mi propuesta, es menester el Estado económicamente planificador e intervencionista (hoy más que nunca), porque los afanes en pro del bienestar no son asunto privado, sino tarea pública y colectiva, a través de las funciones que incumben a la República de creación colectiva de riqueza y de servicio público. El republicanismo fraternalista o radical que propongo es, pues, una filosofía de lo público, en la cual los hombres, para vivir mejor, trabajan en común, a través de establecimientos de iniciativa pública.

En otros aspectos, sin embargo, mi propuesta es mucho más liberal que la de los ciudadanistas, pues rechazo tajantemente que los habitantes del territorio estén obligados a tener virtudes cívicas y, aún más, a adherirse a los valores profesados por el Estado. (Su obligación es sólo la de contribuir al bien común --en la medida de sus posibilidades--, correlativa a su derecho a participar en el bien común según sus necesidades; asumo, pues, totalmente, el principio de Carlos Marx en su Crítica del programa de Gotha, siendo ésa otra de las constantes que he conservado de mi juvenil adhesión al marxismo). Por eso el derecho a trabajar es, a la vez, un derecho y un deber (aunque el tipo de trabajo que se realice puede ser muy variado; el deber de trabajar es el de no vivir voluntariamente en la ociosidad).

Mi propuesta jurídico-política para España es la de una República basada en los valores e ideales del fraternalismo radical que inspiraron la Constitución de 1931 (nunca legalmente abrogada y, por lo tanto, con algún grado de vigencia residual todavía hoy); una República unitaria de trabajadores de toda clase, en la perspectiva de una República universal que implique un reparto global de la riqueza, saldando la deuda histórica del norte con el sur del Planeta.


Lorenzo Peña
Tres Cantos. 2009-05-07
El autor permite a todos reproducir textual e íntegramente este escrito
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Lorenzo Peña y Gonzalo

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Tres Cantos, Spain
Tras una turbulenta y amarga juventud consagrada a la clandestina lucha revolucionaria, mi carrera académica me ha conducido a obtener las 2 licenciaturas de Filosofía y Derecho y asimismo los 2 Doctorados respectivos (en Filosofía, Universidad de Lieja, 1979; en Derecho, Universidad Autónoma de Madrid, 2015). Soy también diplomado en Estudios Americanos; en cambio, si bien inicié (con éxito) la licenciatura en lingüística, no la culminé. Creador de la lógica gradualista, tras haberme dedicado a la metafísica y la filosofía del lenguaje, vengo consagrando los últimos 4 lustros a desarrollar una nueva lógica nomológica y aplicarla al Derecho: la lógica de las situaciones jurídicas, basada en la metafísica ontofántica que elaboré en los años 70 y 80. He sido profesor de las Universidades de Quito y León, Investigador visitante en Canberra e investigador científico del CSIC, habiendo sufrido la jubilación forzosa por edad en 2014 cuando había alcanzado el nivel máximo: Profesor de Investigación. Soy miembro del Ilustre Colegio de Abogados de Madrid.