salir de Europa

España sojuzgada:
Necesidad de salir de la Unión Europea
por Lorenzo Peña

2011-10-30


En la tétrica jornada del 12 de junio de 1985, de amargo recuerdo, Su Majestad, el monarca D. Juan Alfonso Carlos de Borbón y Borbón, firmó en el Palacio Real de Madrid el Acta de Adhesión del Reino de España a la comunidad económica europea, que entraría en vigor el primer día del año siguiente.

Trátase de una de las fechas más luctuosas de la historia de nuestra Patria, significando un descalabro mayor que las derrotas de Rocroy (1643), Trafalgar (1805) y Cavite (1898), infligidas a los españoles por sus enemigos históricos.

Un requisito de los oligarcas de allende los Pirineos para avanzar en las negociaciones había sido la obligación de España de desmantelar su enclenque industria en los pocos sectores en los que inquietaba a sus competidores transpirenaicos; lo cual había sido obedientemente cumplido por el gobierno monárquico del Licenciado Felipe González Márquez --quien debía su acceso a la primatura tanto al favor regio cuanto a la financiación recibida de las élites germánicas y de otros sectores del establishment paneuropeo. Ese desmantelamiento --que se calificó oficialmente de «reconversión»-- supuso el cierre de altos hornos, astilleros, fábricas de maquinaria y otras plantas metalúrgicas.

Desde luego hubo también otras dos causas de aquella hecatombe industrial: (1ª) la orientación de la política económica franquista, sobre todo desde la liberalización opusdeísta de 1959, que permitió al capital extranjero adueñarse de las palancas de mando empresariales --con lo cual casi todas las grandes firmas españolas quedaron sujetas a las conveniencias de élites patronales de Washington, Londres, Berlín, París, Estocolmo, Amsterdam, etc; (2ª) la crisis de superproducción iniciada en 1973, nunca desde entonces solucionada, sino sólo intermitentemente aliviada.

Sin embargo, en 1985 todavía era posible una política industrial diferente. Aún existía el INI (Instituto Nacional de Industria), que poseía y controlaba un amplísimo sector de la producción manufacturera hispana; gestionado con otra orientación de política económica, podía hacerse un instrumento de revitalización para establecer las bases de una economía mixta --como las que luego han florecido en China y Vietnam.

Naturalmente era, para tal fin, condición necesaria no supeditar la economía española a los dictados de Bruselas ni, por consiguiente, atarse al cuello la soga de las exigencias paneuropeas; en lugar de tal subordinación y de ese compromiso desigual, había que optar por unas relaciones comerciales flexibles, multidireccionales (tous azimuths como dicen los franceses); sin renunciar a ciertos acuerdos preferenciales con Europa (como el que tiene Suiza, sin haber ingresado nunca en la Unión), privilegiar nuestras relaciones con nuestros hermanos histórico-lingüísticos, de México a Santiago de Chile y Buenos Aires, así como con nuestros vecinos mediterráneos, con el aún existente bloque oriental y con los países emergentes de Asia y el Pacífico.

La adhesión a la comunidad europea perseguía principalmente una finalidad de consagración y afianzamiento del régimen político heredado de la tiranía franquista, reconfigurado en la transición con el ropaje de una presunta democracia (bajo supremacía, eso sí, de la potestad dinástica), haciendo tragar a los españoles la pertenencia a la NATO, que era inicialmente rechazada por la gran mayoría de la población.

La adhesión a la comunidad europea aceleró la llamada reconversión, agravándola con la reducción coercitiva de la producción agropecuaria en varios rubros significativos. También provocó un desarme arancelario prematuro que la economía española no estaba en condiciones de soportar. Fue destruida la minería del carbón, mientras que Alemania, socio fundador de la CECA (y, por lo tanto, de la comunidad europea), seguía disfrutando de privilegios que jamás se otorgaron a España.

A cambio de esos durísimos sacrificios y de la desindustrialización de España, Europa nos concedió unas generosas ayudas para construir autopistas. El parque automovilístico español se multiplicó; en detrimento del transporte público (que era el propio de una país subdesarrollado), las autoridades borbónicas favorecieron la importación de coches, además de mantener, como uno de los contados sectores florecientes de la industria española, la fabricación nacional de vehículos de turismo.

Todo ello retrasó considerablemente la construcción de vías ferroviarias modernas. Bajo la primatura de González Márquez sólo se tendió una línea (y ésa por motivos de prestigio): el AVE Madrid-Sevilla (a la vez que se arrancaron los raíles de otras vías férreas, en lugar de renovarlas). El subsiguiente gobierno conservador del Licdo Aznar tampoco avanzó mucho en ese terreno, a pesar de los intentos de un ministro. Sólo será, al último, el gobierno del Licdo Rodríguez Zapatero el que se percate de la necesidad de superar ese tremendo atraso de España.

Lamentablemente ese esfuerzo, en sí loable, ha llegado demasiado tarde y en unas condiciones económicas envenenadas, que han impedido que surta sus provechosos efectos.

Los propagandistas de la adhesión española a la comunidad europea argumentan que, a lo largo de los lustros siguientes a 1985, se multiplicó el PIB español, que aumentó el bienestar de la población, que se modernizó el conjunto de las infraestructuras y que, aun reducido en tamaño, el campesinado español residual (convertido en la nueva clase de los agricultores) ha podido vivir en parte de las subvenciones agrarias, de la PAC, obteniendo un acceso a mercados europeos que difícilmente se habría conseguido o mantenido sin dicha adhesión.

Esos cuatro argumentos son sofísticos y falaces. Primero, porque de los principales avances alcanzados da cuenta, con creces, el progreso técnico --con o sin comunidad europea, con o sin Franco o Borbón, con monarquía o con república, con tiranía o democracia. De 1985 a 2011 el progreso técnico ha sido gigantesco y continúa a ritmo acelerado; ha permitido aumentar la productividad, introducir nuevas máquinas y aparatos, nuevos productos químicos, nuevos abonos, nuevas simientes, nuevos remedios, nuevos materiales, nuevos electrodomésticos --de la computadora al teléfono móvil, de las escrutadoras a las ecografías, de los implantes dentales a los nuevos audífonos; todo lo cual ha cambiado radicalmente nuestras vidas, como ha sucedido también en muchos países del mundo que no pertenecen a la comunidad europea. El avance de España no parece haber sido mayor que el de estados europeos no adheridos a la Unión, como Noruega, Suiza y Turquía. Más bien al contrario.

Segundo, porque, críticamente contempladas, algunas de las presuntas mejoras que ha traído la adhesión a Europa han sido retrocesos y pérdidas, lo cual es especialmente el caso en la tupida red de autopistas, que: (1) ha acarreado una catástrofe medio-ambiental; (2) implica la carga de unos gastos desmesurados para mantenerlas practicables; (3) ha incentivado el uso masivo del automóvil, con la doble consecuencia de más emisiones de anhídrido carbónico (cuando tanto se habla del efecto invernadero) y de deserción del transporte público (determinada, en parte, por su mala calidad: escasa frecuencia, deficiente trazado, inconfortabilidad, lentitud y inamigables trasbordos).

Tercero porque varias de las ayudas se concedían, no para que produjéramos más y mejor, sino justamente al revés: a condición de que no produjéramos o disminuyéramos nuestra producción; esos auxilios compensatorios tenían fecha de caducidad. Como resultado de esas dádivas condicionadas, hoy, habiendo cesado tal ayuda, nos hallamos con una capacidad productiva sensiblemente deteriorada en muchos capítulos industriales y agrícolas, precisamente cuando hay que hacer frente a la nueva crisis de superproducción iniciada en 2007.

Cuarto, porque, estrangulada la industria española por efecto de ese cúmulo de políticas y de condicionamientos, la inversión privada y pública se ha centrado en el sector inmobiliario --en buena medida en las residencias secundarias--, lo cual ha acarreado el estallido de la burbuja en 2007-08, sin que nada permita prever hoy cuándo empezará una recuperación.

El desempleo masivo de 5 millones de trabajadores es el resultado de toda esa situación.

Han contribuido a seguir agravando las cosas los pasos que los sucesivos gobiernos borbónicos han ido dando ulteriormente con la adhesión a los nuevos tratados paneuropeos: Maastricht, Amsterdam, Schengen, Niza y Lisboa. Lo peor ha venido con la implantación del euro en enero de 2002, en virtud de la política de «más Europa para los ciudadanos» de que se jactó el Licdo Aznar. Adónde nos ha llevado todo eso a la vista está.

En ésas estábamos ya cuando la reciente cumbre de Bruselas ha impuesto a España unas durísimas sanciones por no ser más rica. Nadie ignora que, si la deuda pública española está perdiendo confianza en el mercado de capitales, es porque la producción industrial y agrícola española están estancadas y no crecen. Las medidas de contracción sólo conducen a un mayor estrangulamiento de la demanda, que empeora los invendidos, retrayendo así la inversión en todos los sectores de la economía y, por lo tanto, provocando indirectamente una disminución aún mayor de la recaudación tributaria. Desencadénase así una viciosa espiral que nos lleva al precipicio; todo impuesto por la eurocracia bruselense y por los poderes fácticos que la manejan, las oligarquías de Berlín, París y Londres.

De nada sirve expresar sentimientos de indignación o cólera. Lo único que sirve es movilizar a las masas populares en torno a proyectos alternativos, que son viables y que han de estar planteados por la razón, inspirados en el patriotismo y en el republicanismo igualitario. En sucesivos artículos iré detallando --a título de modesta aportación personal-- algunos de tales proyectos.






Asamblea nacional constituyente

Programa electoral: Asamblea nacional constituyente
por Lorenzo Peña

2011-10-04


Faltan 49 días para que se celebren los comicios de donde saldrán los nuevos diputados y senadores.

La reciente enmienda de la constitución, ya sancionada y promulgada por Su Majestad el Rey, significa una ruptura del pacto constitucional. Pacto que el autor de estas páginas no suscribió, puesto que los convocantes del plebiscito del 6 de diciembre de 1978 lo excluyeron del censo electoral --al igual que excluyeron a todos los demás exiliados y emigrantes españoles (salvo la minoría de residentes ausentes).

Pero, aunque fuera --como lo fue-- a punta de pistola (o de cañón), bajo amenaza de golpe de Estado militar, y a título de «éstas son lentejas»; aunque fuera, además, obra de unas cortes bicamerales no democráticas y con un senado de quinto regio; aunque así fuera, la constitución de 1978 tenía que aceptarse como un hecho jurídico consumado, en tanto en cuanto ligaba, mal que bien, a gobernantes y gobernados. A la espera de tiempos más propicios, había que fingir que era legítima.

Tal legitimidad se ha quebrado con una modificación sustancial, que, no sólo socava el Estado del bienestar (ya enclenque y escuálido en el esquema de 1978), sino --lo que es mucho más grave-- suprime la independencia de España, al someter constitucionalmente a nuestra Patria a la supremacía de los órganos de la Unión Europea, la Eurolandia oligocrática.

El verdadero alcance de la reforma es, por consiguiente, el fin de la soberanía nacional --por mucho que ésta persista nominalmente en el texto vigente. Hasta ahora España podía permanecer en la unión europea o salir de ella sin cambiar su constitución. Ahora se han constitucionalizado tanto la pertenencia a la Unión Europea cuanto la subordinación del poder legislativo español a los imperativos de Bruselas.

Es lo peor que ha pasado en la historia de España desde el estatuto de Bayona de 1808, con el cual la constitución modificada de 1978-2011 guarda un parecido en ese punto crucial.

Roto el pacto constitucional; deslegitimado el sistema político; viviendo la población española una catástrofe económica --de la cual son culpables nuestra oligarquía borbónica, la economía de mercado, la supeditación al imperialismo yanqui y la pertenencia a la Eurolandia--; sólo tengo una propuesta que hacer: convocar una Asamblea Nacional Constituyente con plenos poderes que, dando por autocancelada la constitución de 1978, asuma, sin límite alguno, la representación de la soberanía nacional, para elaborar una nueva constitución, sin constreñimientos, totalmente abierta, que será sometida a votación popular.

El 20 de noviembre de 2011 daré mi voto a aquella formación que, hipotéticamente, se pronunciaría a favor de esta propuesta si fuera sometida a debate.

En el imaginario supuesto de que tal asamblea se convocara, ya nos las arreglaríamos para presentar nuestros memoriales de agravios y súplicas. Por hoy, ¡baste lo dicho!






Lorenzo Peña y Gonzalo

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Tres Cantos, Spain
Tras una turbulenta y amarga juventud consagrada a la clandestina lucha revolucionaria, mi carrera académica me ha conducido a obtener las 2 licenciaturas de Filosofía y Derecho y asimismo los 2 Doctorados respectivos (en Filosofía, Universidad de Lieja, 1979; en Derecho, Universidad Autónoma de Madrid, 2015). Soy también diplomado en Estudios Americanos; en cambio, si bien inicié (con éxito) la licenciatura en lingüística, no la culminé. Creador de la lógica gradualista, tras haberme dedicado a la metafísica y la filosofía del lenguaje, vengo consagrando los últimos 4 lustros a desarrollar una nueva lógica nomológica y aplicarla al Derecho: la lógica de las situaciones jurídicas, basada en la metafísica ontofántica que elaboré en los años 70 y 80. He sido profesor de las Universidades de Quito y León, Investigador visitante en Canberra e investigador científico del CSIC, habiendo sufrido la jubilación forzosa por edad en 2014 cuando había alcanzado el nivel máximo: Profesor de Investigación. Soy miembro del Ilustre Colegio de Abogados de Madrid.